Los artistas callejeros aparecieron por primera vez hace unos años en las concurridas intersecciones de Islamabad. Cubiertos de pies a cabeza con pintura dorada llamativa, se quedaban perfectamente quietos, apoyados en bastones relucientes y levantando sus sombreros de copa. Algunos sonreían o hacían una lenta inclinación cuando recibían propinas de los transeúntes.
Quizás en otro lugar, la aparición de mimos en la calle buscando ganar unos dólares pasaría desapercibida. Pero esto es Pakistán, donde las cosas bajo el estado de seguridad a menudo no son tan simples como parecen. Así que a medida que crecía el número de artistas dorados, también lo hacía la intriga a su alrededor. ¿Podrían ser informantes de la agencia de inteligencia del país? ¿Vigilantes de políticos poderosos? ¿Tal vez espías de la C.I.A.?
“Hay una narrativa meta de que nuestra agencia de inteligencia es la mejor del mundo, está en todas partes, siempre está observando si estás en tu casa o afuera, hay ojos observándote”, explicó Kareem, el abogado. “Ha sido intencionalmente construido por el propio estado”.
Para la mayor parte de los 76 años de historia de Pakistán, la vigilancia era una faceta cotidiana, si ligeramente resentida, de la vida diaria. Pero en los últimos años, la frustración con el papel del ejército en la política ha explotado, haciendo que sus ojos y oídos siempre presentes sean menos tolerables para muchas personas.
“Con la atmósfera política tan polarizada, estamos volviéndonos más sospechosos de ser observados o de quién está escuchando”, dijo Ali Abas.